Mindfulness nos da las herramientas para parar, respirar y notar cómo nos encontramos y cómo estamos también a nivel emocional.
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Como decía en la primera parte del artículo en existen dos formas enfermizas de conducirnos por la vida: una es dejarnos guiar solo por las emociones y dejar que la cabeza tome el control de lo que hacemos.
Básicamente para funcionar procedemos del siguiente modo (esto lo dice la teoría estímulo-respuesta que se estudia en el colegio): nuestro cuerpo capta, a través de los sentidos información del mundo que nos rodea. Esta información es enviada a al cerebro y el cerebro procesa esta información y genera una respuesta. La clave de la decisión que toma el cerebro está en el modelo del mundo que tiene, y esto se aprende en los primeros años de vida. Es como si vinieramos de serie con un disco duro en blanco y poco a poco lo vamos llenando con lo que aprendemos gracias a las experiencias de la vida. Pero los primeros programas que instalamos en nuestra mente son clave para las respuestas que damos a lo largo de toda nuestra vida (aunque por suerte, actualmente, sabemos que podemos modificar estos programas).
Así que si en nuestra infancia aprendimos que las emociones es mejor no mostrarlas, o incluso no prestarles atención, y que las personas de éxito son personas racionales, intelectualmente brillantes, nuestras respuestas a lo largo de la vida irán en esta línea.
Pero qué terrible realidad cuando descubres que esto no es cierto. Te descubres a una cierta edad, notando que no eres feliz, con malestar (dícese de ansiedad, depresión, conflictos con uno mismo y con otros..) y sin las herramientas necesarias para gestionar esto.
Es más, te das cuenta que que muchas de las personas que admiras y de la que las sociedad etiqueta como “exitosas”, están en la misma situación que tu: muy alejadas de la felicidad.
Y, ¿qué es esto de la felicidad? Mi maestra, me dijo una vez que la felicidad era irse a la cama todos los días sintiéndose bien con uno mismo. Pero, claro, nadie nos enseñó a saber cómo nos sentimos; y mucho menos a tomar las riendas de nuestras vidas y sentirnos bien con nosotros mismos.
El resultado de esto es que andamos como pollos sin cabeza: vamos haciendo donde nos dicen que debemos ir y hacemos aquello que nos dicen que es lo que toca hacer. En este saco meto: tener lo que se llama un buen trabajo (contrato indefinido, seguro, con horario fijo y sin muchas complicaciones), casarse, tener hijos, tener perro, coche, gato,… o lo que me digan que toca. Nos convertimos en los hombres y las mujeres grises de los que hablaba Michael Endel en Momo.
El resultado de esto es que un día todo este teatrillo explota y en ese momento nuestro cuerpo y nuestra emociones toman el control (o en muchas ocasiones lo hacen), para hacerse notar y que les hagamos caso. Esos momentos, aunque puedan resultar incómodos, son momentos de oportunidad para tomar las riendas de tu vida: escuchar lo que sientes, valorarlo con la cabeza de una manera equilibrada y dirigir tu vida.
¿Cuántas veces te has parado a escuchar a tu cuerpo? ¿Sabes qué le pasa a tu cuerpo cuando te enfadas? ¿Y cuándo estás triste? ¿Y cuándo estas alegre? ¿Notas la diferencia? ¿Y qué haces cuando sientes esto? Este conocimiento de uno mismo y su gestión es lo que se llama Inteligencia Emocional.
Perro creo que esto sea una cosa muy complicada, es más creo que venimos al mundo con la capacidad de gestionar lo sentimos. Es por eso que me gusta echar la mirada a nuestras raíces y las raíces de otras culturas. Una de mis preferidas es la cultura africana. En la cultura africana los bailes se hacen fundamentalmente descalzos, con la planta del pie apoyada en el suelo (conectando con la tierra) y con una colocación del cuerpo natural y mirando hacia el cielo: conectan su realidad con su espiritualidad, pasando por todo cabeza y por todo el cuerpo. No hay una parte del cuerpo que no se tenga en cuenta y a través del cuerpo expresan sus alegrías, sus penas, sus celebraciones… Y esa capacidad de expresión la llevan de serie. Bueno en realidad, todos la llevamos de serie, lo que pasa que en occidente nos hemos quedado dormidos en este sentido.
Así que te invito a reconectar con tu cuerpo, con lo que sientes, y guiado por tu cabeza tomar el timón de tu vida para conseguir el único objetivo real que hay en la vida: ser feliz.
“Vas como pollo sin cabeza”. Esta expresión ilustra perfectamente la conexión, o falta de conexión, entre el cuerpo y la mente. Hay gente que va por el mundo sin pensar y que vive a lo loco sin una dirección determinada. Cuando esto sucede, las decisiones pasan exclusivamente por el cuerpo, por aquello que resulta placentero en ese momento. El movimiento se realiza desde los más puros instintos. ¿Cuándo sucede esto? Cuando nos movemos por impulsos: ahora me apetece una tableta entera de chocolate, o necesito ir todos los días al gimnasio tres o cuatro horas para sentirme bien, o necesito tener sexo de manera compulsiva y lo busco donde sea. El cuerpo toma el control de la situación y la mente queda anulada.
Por otro lado están los que son todo cabeza, todo lo que ocurre en el mundo tiene una explicación racional, no hay margen para sentir. Y hay ejemplos estupendos en las series de televisión. Está Lisa de los Simpson, está el equipo de Scorpion (un grupo de superdotados que se unen para resolver casos confidenciales del Gobierno de Estados Unidos) o mi querido amigo Sheldon de Big Bang Theory, cuyo único modo de relacionarse con el mundo se centra en la intelectualización de todo y todos, desde la comida hasta el amor. En todos estos casos los personajes ilustran una visión racional de la vida y al mismo tiempo alejada de sus propias emociones y del otro. De hecho, en la serie Scorpion este grupo de mentes brillantes necesita de una camarera para relacionarse con el mundo y al mismo tiempo ayudarles a que reconozcan sus emociones y construyan empatía con el resto del mundo que les rodea.
Pero vivir como pollos sin cabeza o como Sheldon, son dos fórmulas extremas de cómo el ser humano puede vivir. En el primero de los casos son las emociones, a través de nuestro cuerpo las que toman el control. En el segundo caso, el cuerpo queda anulado, y con ello la capacidad de sentir; y todas las decisiones se basan en sesudos razonamientos, dejando de lado cualquier resquicio de emoción.
Pero como Aristóteles decía, la virtud está en el punto medio. No podemos conducir un coche solo con los pies, sin tener en cuentas las señales de tráfico, y tampoco podemos conducir solo con el pensamiento si no disponemos de un cuerpo que accione los mecanismos pertinentes que hagan que el coche se mueva. Tanto el cuerpo como la mente deben trabajar en equipo, para que podamos conducirnos en la vida de manera equilibrada.
Así que disponemos de un cuerpo, que es el vehículo a través del cual se expresan las emociones y de una mente que nos permite pensar, valorar y gestionar dichas emociones, y todo debe ser tenido en cuenta.
Nuestro propio lenguaje y las expresiones que utilizamos a diario nos pueden ser útiles para a prestar atención a lo que ocurre en nuestro cuerpo. Puede que sintamos un nudo en la garganta cuando tengamos miedo de expresar algo, o que se nos encoja el corazón cuando algo nos produce melancolía o tristeza, o que nos tiemblen las piernas ante algo que nos da miedo. Nuestro lenguaje dispone de muchas expresiones que ilustran lo que sucede en nuestro cuerpo y que nos pueden ayudar a expresar verbalmente y racionalizar lo que estamos sintiendo en el cuerpo.
Y del mismo modo que nuestro nuestro cuerpo reacciona ante lo que sentimos también responde ante nuestros pensamientos. Si pensamos que algo nos da miedo (sea real la causa o no, esté el peligro próximo o sea pura fantasía) en ese momento todo tu cuerpo reacciona y comienza a segregar todas aquellas sustancias que necesita para hacer frente a esa amenaza: se produce un aumento del nivel de adrenalina en sangre, se dilatan las pupilas, se tensan los músculos, se activa la escucha… Porque es imposible pensar y no sentir.
Como tampoco es posible sentir y no pensar. Podemos no prestar atención a lo que pensamos, pero pero eso es distinto a no pensar. Así la colocación de nuestro cuerpo modifica lo que pensamos. Es prácticamente imposible mantener pensamientos de tristeza cuando el cuerpo se encuentra erguido, con los hombros echados hacia atrás, la cabeza alta. Es una posición de apertura y la mente se “cortocircuita” al tener pensamientos que no se corresponden con ella.
Y es que, en la era del Conocimiento, de la Tecnología y del Saber, que todo se puede encontrar en Google, se nos olvidó conocernos a nosotros mismos: qué sentimos y cómo lo sentimos. Vamos como pollos sin cabeza; o más bien desconectados de nuestro cuerpo y de todo lo que pasa en él. Solo le hacemos algo de caso cuando enfermamos, cuando nuestro cuerpo grita que nuestra vida requiere un cambio real. Y es que si no escuchamos a nuestro cuerpo y a nuestras emociones, entonces, ¿quién y cómo dirigimos nuestra vida? Tal vez, la dirijan pensamientos del tipo: “Es lo que toca ahora”, “Es lo que me han dicho que haga”, “Es que la teoría de la Evolución indica que es lo correcto…” y dejemos de conducir nuestra vida, para dejar que otros tomen el volante.
Continuará…
Entre mis amigos se encuentran un director de cortometrajes, un director de teatro, y un par de actrices y actores, pero sin lugar a dudas el director de las producciones más espectaculares que conozco es nuestra mente. O por lo menos la mía es capaz de montarse grandes superproducciones con pocos recursos y además capaz de contratar a los actores sin que ellos sepan nada de nada, lo cual es digno de admiración.
Sí, mi mente es un gran directora, pero tiene un problema, es muy aficionada a los dramas. De hecho es su especialidad. Y esto tiene sus consecuencias, porque una vez montada la película la pone y la repone hasta que consigo hacerla mía (y los actores sin enterarse de nada), con las consecuencias que esto tiene.
Tal vez esto te ha podido pasar también a ti. Por ejemplo, alguien te dice que te va a llamar por teléfono y luego no lo hace. Entonces tu mente comienza la super-producción: ¿por qué no me ha llamado? ¿Qué estará haciendo? ¡Qué falta de respeto! Seguro que se ha ido con sus amigotes y ni se acuerda de mi… Y así el guión completo, efectos especiales incluidos y el otro actor sin enterarse de nada. Así que cuando la otra persona te llama, tu ya tienes toda la artillería preparada para la guerra, mientras la otra persona intenta sin éxito explicar que no te ha llamado porque se quedó sin batería…
Conclusión: la superproducción no ha servido de nada… O sí… En realidad lo que conseguimos es aplacar la adicción de nuestro cuerpo. Sí, he dicho de nuestro cuerpo, porque lo que hacemos al montarnos la película es que nuestra amígdala comience a segregar neuropéptidos, nuestra adrenalina suba, la presión arterial y el ritmo cardiaco aumenten, de manera que estemos preparados para el ataque. Y con el tiempo nos volvemos adictos a todas estas sustancias. Y como buenos adictos tratamos de conseguir acabar con el mono de la manera más eficaz posible, esto es, creando grandes fantasías y dramas imaginarios todos los días, que pueden llegar afectar a nuestra salud.
Pero, ¿qué pasaría si dejásemos de convertirnos en directores de cine (y dejar a los profesionales que hagan su trabajo) para empezar a vivir en el momento presente?
Nuestro cerebro es capaz de procesar más de 400.000 millones de pensamientos al día y solo 200.000 son pensamientos conscientes, y de los cuales gran cantidad son grandes superproducciones que repetimos una y otra vez para poder superar el “mono”, pero muy alejados de la realidad y del momento presente. Ante esto, la buena noticia es que podemos romper esta adicción y cortar la repetición de programas que nos dañan, “solo” es cuestión de decidir qué queremos hacerlo y comenzar a enfocar nuestra mente en otra realidad, en el momento real donde estamos. La mala noticia es que dejaremos de ser grandes cineastas.
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