Mi amiga Lorena tuvo la suerte de tener una madre modista. Su madre se paseaba por el Corte Inglés o por la calle Serrano, miraba la ropa que estaba de moda en ese momento, le daba una vuelta o dos, y en un par de días mi amiga tenía una copia estupenda de algún vestido o abrigo de Dolce Gabana, Armani o lo que a su madre se le hubiera ocurrido.
¡Qué suerte tenía mi amiga! ¿verdad? O no…Y el no, viene por el hecho de que mi amiga nunca eligió la ropa que quería llevar, era su madre la que decidía por ella. A Lorena su madre nunca le preguntó si era esa la ropa que quería llevar y Lorena tampoco lo reclamó (Con la suerte qué tenía o, más bien, con el sentimiento de culpa que le generaba pedir su espacio…Al fin y al cabo, su madre lo había hecho con mucho cariño y esfuerzo).
Pero, claro, ¿qué le ocurre ahora a Lorena? Pues que no sabe muy bien qué le gusta…ni en cuestión de ropa, ni lo que quiere hacer con su vida.
Y todo por un amor mal entendido. La madre de Lorena trataba de darle lo que creía que era lo mejor y lo hacía de todo corazón; pero en ese darle lo mejor se lo olvidó que lo mejor para ella, igual no era lo que quería su hija. Es como cuando alguien hace un regalo pensado en sí mismo en vez de la persona a la que se lo va a regalar; puede ser que se acierte, pero hay una alta probabilidad de que no.
Por otro lado, Lorena se sentía culpable porque, a veces, no podía decir a su madre que aquello que le había hecho no era lo que ella quería.
Cuando a los niños se les da todo hecho, dicho y no tienen margen de elección, pero en realidad no les estamos ayudando a convertirse en adultos responsables. Los niños, por pequeños que sean, tienen que aprender a elegir lo que quieren (aunque a nosotros hubiéramos elegido otra cosa). Pueden elegir qué ropa ponerse, a qué jugar, o qué fruta tomar en la merienda… Son pequeñas elecciones que les permiten conocerse a sí mismos, e ir aprendido cómo se realiza el proceso de decisión.
¿Y cómo es este proceso de decisión? ¿En qué se basan las decisiones que tomamos? Pues se basan en dos cosas fundamentalmente:
- Una son las experiencias previas y la información que tenemos sobre el hecho en cuestión. Comparamos con experiencias o hechos similares que ocurrieron en el pasado y valoramos si el resultado de esa elección fue placentero o no.
- Y la otra cuestión es la proyección de futuro que hacemos sobre esa elección.
Por ejemplo, conocemos a una persona y empezamos buscar puntos en común que tenemos con esa persona, y la comparamos con personas similares que hayamos conocido en el pasado (a nivel físico, intelectual, de valores…), y con toda esa información proyectamos cómo creemos que se va a desarrollar esa relación.
Todo esto ocurren en nuestra mente de manera inconsciente. El resultado es que muchas veces nos relacionamos con la idea que tenemos de esa persona, más que con la persona en sí misma que está delante de nosotros. Y necesitamos de tiempo y de la experiencia para verificar si nuestra idea y la realidad se aproximan. A veces es fácil darnos cuenta de la diferencia entre una cosa y otra, pero en otras ocasiones es complicado e incluso doloroso tomar conciencia de que el mundo no es como nos lo hemos imaginado. Podemos optar por vivir en un mundo de fantasía, aunque esto no es una forma muy certera de vivir, porque llegará un día en el que la realidad reclame su lugar, para bien (porque la realidad puede superar a la ficción) o para mal; o bien aceptar la realidad y afrontar las consecuencias de nuestras elecciones.
Un ejemplo de esto se ve fácilmente en parejas donde se idealiza a la otra persona, y no se relaciona con la persona con la que realmente tiene delante; dando lugar a muchos problemas y sufrimientos.
Pero la única forma de aprender a elegir, es eligiendo y siendo conscientes que la elección que realicemos puede no dar como resultado lo que nosotros esperamos; y sabiendo que esa elección nos preparará para realizar una mejor elección en el futuro.